Vivimos convencidos de que hay que trabajar para vivir. De que hay que crecer, alcanzar objetivos, subir escalones, ganar un buen sueldo, ser los mejores. La ética protestante del sociólogo Max Webber ha calado fuerte en nuestras consciencias porque también lo ha hecho el capitalismo feroz y todos sus valores: competitividad, beneficio, riqueza. Vivimos, por tanto, conscientes de que «hay que ganarse la vida» de alguna forma, sea como sea, y a veces a cualquier precio. Al fin y al cabo, hay que llegar a fin de mes, hay que pagar las facturas.
El trabajo es el centro de nuestra existencia. Nos condiciona por completo. Marca nuestro «tiempo libre», nuestras vacaciones y nuestras relaciones personales. Sin embargo, este trabajo que representa un tercio de nuestras vidas, no es siempre lo que amamos o lo que deseamos. A menudo es sólo un trabajo, una obligación, algo que tal vez odiamos. Algo que no haríamos el día después de que nos tocara la lotería, pero algo que debemos hacer porque «hay que ganarse la vida».
Si no haces nada de provecho que te permita obtener unos ingresos (y puedes hacerlo), no eres nadie. No te ganas la vida. No eres como los demás. Al terminar la educación obligatoria tienes dos caminos claros: o sigues estudiando o vas a trabajar. Si sigues estudiando, al terminar también irás a trabajar. Y probablemente de algo completamente diferente a lo que has estudiado. «Es que hay que ganarse la vida».
Basta.
Dejemos de lado las «obligaciones» que nos ha impuesto el sistema capitalista. La vida es demasiado corta como para estar pensando constantemente que debemos ganárnosla. La vida no se gana ni se pierde, se vive.
Deja una respuesta