Todos hemos tenido alguna vez animales en la cabeza. Cuando no son pájaros, son piojos.
Ha llegado el momento de compartir contigo la gran humillación de mi vida, que tiene que ver no con los que vuelan, sino los otros.
Todo ocurrió una tarde de 2002 en la peluquería de cabecera de la familia. O sea, de mi madre.
Íbamos una vez al mes o así para que nos tomaran el pelo a los dos. Ese día nos lo tomaron de verdad.
— Siéntate aquí, guapo —dijo la peluquera al llegar mi turno.
Con la misma vergüenza de siempre y ante la atenta mirada de las seis señoras presentes, me subí al trono.
— ¿Cómo lo cortamos? —preguntó la barbera.
Y mi madre recitó las palabras mágicas: arréglale las puntas, por atrás escalado y el flequillo larguito.
A mis 10 años era un tipo callado, calmado, extremadamente tímido. Por nada me inmutaba, hasta que vi la cara de manzana agria de la peluquera.
Pensé que debía sentir pena por tener que cortar ese pelo fino y dorado, pero su incomodidad era otra.
— Tiene piojos —afirmó la chica.
— ¡Pero muchos! Mirad, mirad… —exclamó.
Guardo en la retina una imagen nítida, casi en HD, del corralito de señoras que se formó entorno a mi cabeza llena de okupas.
Mi madre no sabía dónde meterse y mi rostro, habitualmente blanco como la pared, era ahora un tomate.
Conscientes del riesgo, las peluqueras activaron inmediatamente el plan de crisis: básicamente nos invitaron a ir a la farmacia, a desalojar de ftirápteros esa cabeza y a volver, si eso, el mes que viene.
Desde entonces, cada vez que voy a la pelu, rezo para que ese día sólo haya pájaros en la cabeza.
Si la verdad fue una gran. Vergüenza no sé porque pero en aquel momento no sabía dónde ponerme menos mal que no volvió a pasar nunca más
que horror!!¡!